GLOBALIZACIÓN NEOLIBERAL: Finalizó en 2008 pero los procesos que engendró perduran

«La crisis global que comenzó en 2008 señaló el final de la era de la globalización neoliberal pero no el final de los procesos que engendró. En este sentido, el período presente puede describirse como la era de la «post-globalización». Es imposible superar las consecuencias del neoliberalismo sin aceptar que los cambios actuales son irreversibles pero de ninguna manera definitivos.  No hay forma de darles la espalda, pero podemos avanzar con la ayuda de esta experiencia, estudiar sus lecciones y usar el legado teórico que nos dejaron los grandes pensadores de la Ilustración y los ideólogos de los movimientos de liberación. Y guste o no, Karl Marx sigue siendo el más grande de ellos», señala el sociólogo ruso Boris Kagarlitsky.

Marxismo en la era post-globalización

BORIS KAGARLITSKY / CLUB VALDAI

Sería extraño, como mínimo hablar sobre el marxismo como una escuela teórica influyente en  Europa del Este después del colapso del bloque soviético. Las ideas marxistas se han asociado con prácticas represivas de la época estalinista, con la fallida de la economía soviética y con opiniones conservadoras y nostálgicas de la generación anterior y de un pequeño segmento de jóvenes «que no se integraron en la economía de mercado».

Naturalmente, esta actitud hacia la teoría marxista fue típica de los antiguos países comunistas que pasaban rápidamente de una economía administrada al estilo soviético al capitalismo neoliberal. La palabra «socialismo» fue en gran medida desacreditada en estos países.

Por el contrario, en universidades de Europa occidental y de América del Norte, los cursos de marxismo siguieron presentes en los departamentos de Sociología, y los intelectuales  de izquierda continuaron participando activamente en debates públicos. Sin embargo, sería ingenuo suponer que la crisis de confianza en el pensamiento marxista quedó limitada a los antiguos países del bloque soviético.

En Occidente, defensor de la ideología liberal, los medios de comunicación lanzaron una contraofensiva ideológica masiva en la década de 1990, después de que sus posiciones habían estado seriamente socavadas por los eventos ocurridos de 1968 a 1974 (la guerra de Vietnam; las revueltas estudiantiles en Francia e Italia; la revolución en el Chile de Allende; la caída de las dictaduras de derecha en Portugal, España y Grecia, que contribuyeron a la radicalización generalizada de los intelectuales mucho más allá del sur de Europa).

A fines de la década de 1970, la crisis del liberalismo convencional en términos de ideología y práctica fue acompañada de serios contratiempos económicos en las sociedades del consumidor occidental. Esta crisis fue finalmente superada, pero no por una transformación anticapitalista o reformas sociales defendidas por la izquierda. Sino, contrariamente, por una renuncia a la economía mixta basada en conceptos keynesianos, por el desmantelamiento paso a paso del estado de bienestar, la privatización, desregulación y privilegios del capital financiero. En otras palabras, la corriente principal se sometió a un cambio radical hacia la derecha, reemplazando las ideas centristas del liberalismo progresista con los principios rígidos del neoliberalismo moderno.

El triunfo del neoliberalismo y la crisis de la izquierda

La izquierda no sólo no ofreció una respuesta estratégica integral a los cambios en el capitalismo global, sino que se dividieron en dos campos que propusieron enfoques igualmente no constructivos. Uno eligió ignorar la realidad y trató de demostrar que el capitalismo no había cambiado, mientras que el otro idealizó  los cambios, tomando pie de la letra las explicaciones y conceptos ofrecidos por ideólogos y propagandistas de la clase dominante.

No es sorprendente que el colapso de la Unión Soviética sirvió como una señal para el ataque de los neoliberales, que ya estaban consolidando su política y ganancias económicas en una hegemonía ideológica y cultural. Los partidos y teóricos que representaban a  la tradición comunista o se vinculaban con el proyecto soviético de alguna manera, no fueron el único objetivo. Los izquierdistas occidentales, incluidos los comunistas, que habían criticado públicamente a la URSS desde 1968, tampoco se salvaron en la lucha ideológica de finales del siglo XX.

Los neoliberales interpretaron el colapso del sistema soviético como prueba empírica de que era fundamentalmente imposible construir cualquier modelo social exitoso diferente del capitalismo moderno. A sus ojos, la insuficiencia soviética mostró que cualquier forma de política económica que no fuera guiada por «la mano invisible del mercado» estaba condenada por definición.

Por lo tanto, no sólo los defensores de la planificación centralizada de la que dependía la experiencia soviética, sino todos los demás izquierdistas, desde los socialdemócratas más moderados -que instaban a la regulación cuidadosa del mercado- hasta los partidarios más radicales del autogobierno y la auto-organización de los trabajadores, fueron expulsados de la esfera del «discurso serio» hacia la  de «utópicos desesperados».

Habiendo sufrido una serie de contratiempos políticos, los partidos socialdemócratas  y comunistas, comenzaron a rendirse, uno tras otro, a merced del vencedor, uniéndose al sistema neoliberal, y reconociendo el nuevo consenso. Muchos partidos comunistas dejaron de existir. Los partidos socialdemócratas continuaron pero sólo como una marca electoral. Ya no eran una fuerza social que buscaba alterar sustancialmente la política capitalista, o reformar el capitalismo por completo. Eventualmente estos debates se redujeron a los matices de las «diferencias culturales», cuestiones de gestión táctica y correcto reclutamiento de personal.

Pequeños grupos de la izquierda buscaban su salvación en el dogmatismo rígido. Se convirtieron en algo así como «guardianes de la llama» que sólo tenían una tarea: transmitir la tradición marxista y socialista más o menos intacta para las generaciones futuras de revolucionarios (aunque no dejaron de pelear entre ellos sobre quién sostenía la tradición  más auténtica).

Habiendo perdido el apoyo político, la mayoría de los intelectuales entró en pánico. Finalmente, encontraron refugio ideológico en varias formas de teoría posmoderna, cuyos ideólogos criticaron a Marx por no ser lo suficientemente radical. Intentaron demostrar que el pensador del siglo XIX dependía demasiado de las opiniones predominantes de su época  y no podía ir más allá de las tradiciones de la Ilustración europea, nociones de progreso y fe en la ciencia, que también son parte del sistema de valores burgueses. No es sorprendente, que mientras denunciaban a Marx por ser históricamente estrecho y «burgués», los postmodernistas no se plantearon el tema de sus propias limitaciones culturales o su participación en instituciones capitalistas neoliberales.

Dado que el proyecto marxista fue rechazado como inadecuado tanto en sus versiones revolucionarias como reformistas, tenía que ser reemplazado por una crítica fundamental de los principios de la civilización moderna, que fuera tan exhaustiva que no vislumbrara, incluso en teoría, ninguna oportunidad de acción práctica en la política social, la economía, etc.

La gracia de este enfoque fue lo que permitió a sus proponentes combinar su reclamo de ser  intelectualmente radicales, con el principio de renuncia a cualquier intento de cambiar la sociedad. Esta tendencia fue muy bien descrita en el libro «Empire» por Michael Hardt y Antonio Negri, que rápidamente saltó a la fama. Dejando de lado la retórica radical, el libro fue un intento de probar la naturaleza progresista del modelo capitalista neoliberal como preludio del comunismo. No debería sorprendernos que, en términos prácticos, los autores fueran celosos partidarios de la Unión Europea, participaron en la campaña para la Constitución europea y respaldaron  constantemente el camino estratégico de la integración del mercado europeo, que encontró inesperadamente, una feroz resistencia de la mayoría de los europeos occidentales. En muchos casos, esta resistencia no fue dirigida por izquierdistas influyentes. A menudo era una reacción amorfa, y a veces plagada de contradicciones ideológicas, pero demostró ser el principal desafío para las élites europeas y norteamericanas después del colapso de la URSS.

Esta situación fue descrita irónicamente por el escritor y activista mexicano Subcomandante Marcos, quien señaló durante la rebelión indígena en el Estado mexicano de Chiapas, que los residentes locales no sabían nada sobre la caída del muro de Berlín o el colapso de la URSS y simplemente continuaban defendiendo sus derechos e intereses como si no hubiera habido una revolución ideológica.

De hecho, la rebelión  Zapatistas en Chiapas en 1994 señaló el comienzo de un nuevo movimiento de resistencia global. Se alcanzó otro punto de inflexión en Seattle en 1999, cuando miles de manifestantes interrumpieron en  la reunión de la OMC durante el comienzo de la última ronda de conversaciones sobre más liberalización del comercio.

El movimiento «antiglobalización»

En los últimos años del siglo XX, esta resistencia espontánea al sistema neoliberal se comenzó a organizar. Los periodistas denominaron a estos movimientos «antiglobalización» aunque inicialmente sus participantes intentaron enérgicamente disociarse de esta etiqueta. Preferían llamarse a sí mismos «movimiento global para la justicia social», porque eran nuevos movimientos a gran escala, unidos en amplias coaliciones que trataban de coordinar una agenda común. Finalmente establecieron el Foro Social Mundial, que se convirtió en su plataforma global para la unidad y la discusión. El Foro Social Europeo surgió en 2002.

Y después de la crisis económica mundial en 2008, finalmente comenzaron a surgir nuevos partidos políticos: Syriza en Grecia y Podemos en España. Contrariamente a las expectativas de muchos analistas, la crisis de 2008 no causó un cambio en la política económica de los principales países occidentales. Ni contribuyó al crecimiento del movimiento contra la globalización. El Foro Social Europeo entró en un fuerte declive después de 2008 y luego desapareció por completo. El Foro Social Mundial todavía se siguió reuniendo, pero el interés en él disminuyó sustancialmente. Los movimientos sociales centraron su atención en los problemas locales y nacionales,

En Francia, hubo protestas exitosas a gran escala contra el «primer contrato de trabajo»,  con derechos laborales restringidos para los jóvenes, y protestas aún más grandes, pero menos exitosas, contra la reforma de las pensiones. En Grecia y España, manifestaciones masivas saludaron las duras políticas de austeridad perseguidas por sucesivos gobiernos bajo presión de la UE y la banca internacional. Estas protestas, como la del movimiento Occupy Wall Street, en Nueva York, fueron tan exitosas que su método fue copiado por organizadores de protestas de todo el mundo, aunque su agenda no tuviera nada que ver con los «occupies» de Nueva York.

Por supuesto, el éxito en los medios, de ninguna manera se tradujo en una victoria política. A diferencia de las protestas en Seattle en 1999, que impidieron la toma de decisiones de la OMC, el Occupy Wall Street no tuvo ninguna consecuencia práctica, ni empujó a los poderes a hacer ningún cambio.

La ineficacia de estos movimientos de protesta masiva hizo pensar a sus participantes (o al menos a algunos de ellos) en la necesidad de organizarse políticamente. Fue en este punto en que volvieron al legado de Marx, como gran economista que analizó las contradicciones del capitalismo,  y también al marxismo como teoría de la acción política. Pero necesitaban formular una nueva agenda y nuevos proyectos políticos sobre la base del análisis marxista, no sólo cantar lemas marxistas centenarios con fervor religioso.

Análisis de clase para una sociedad cambiada

La estructura de clase de la sociedad ha cambiado drásticamente desde el siglo XX, cuando el capitalismo industrial alcanzó su punto máximo, y sin hablar, desde los tiempos de Marx. Dos procesos sociales globales, ambos complementarios y  contradictorios entre sí se estaban llevando a cabo a fines del siglo XX y principios del XXI. Por un lado, este período fue testigo de la proletarización sin precedentes de la población global. Un enorme número de personas, que previamente participaban en ocupaciones tradicionales, se fueron convirtiendo en parte de la economía moderna y de la producción industrial en los países asiáticos, africanos y latinoamericanos. En países europeos industrializados, ex miembros de profesiones liberales, expertos técnicos, intelectuales, científicos e incluso ingenieros y diseñadores de software, y otros representantes de «la clase creativa» se convirtieron irrevocablemente en mano de obra contratada. El destacado sociólogo estadounidense Immanuel  Wallerstein (1930-2019) describió a este período como un monumento total a la proletarización.

Pero por otro lado, la estructura de la clase se estaba volviendo cada vez más borrosa; los lazos tradicionales se debilitaron y los mecanismos de solidaridad y esfuerzos colectivos no funcionaron más. Los nuevos proletarios estaban mucho menos conectados entre sí que los trabajadores de la industria en el siglo XX.  Las empresas se estaban volviendo más pequeñas, su fuerza laboral se estaba reduciendo y su estructura estaba cada vez más diferenciada.

Las viejas regiones industriales, ya sea en el oeste de Europa, en los antiguos países del bloque soviético o en EEUU, perdieron gran parte de su producción, que se mudó a Latinoamérica y al este de Asia, particularmente, a China.

El proletariado industrial organizado fue reemplazado por empleados de servicios: de educación, de salud, de ciencia.

A su vez, la nueva clase trabajadora estaba tomando forma en países que no tenían tradiciones socialistas o condiciones para establecer libremente sindicatos y partidos políticos de izquierda.

La brecha salarial entre los diferentes grupos de mano de obra contratada aumentó bruscamente, lo que inevitablemente jugó en contra de la fuerza de la solidaridad. En otras palabras, la contradicción entre el trabajo y el capital no desapareció, pero el mundo del trabajo se convirtió en mucho más complejo y mucho menos unido. En cierto sentido, la proletarización fue acompañada por la atomización y desclasificación de la sociedad, así como por la formación de una nueva geografía social global que estaba destinada a afectar el futuro de la política mundial.

En estas nuevas circunstancias, los métodos habituales de organización, lemas y prácticas políticas, requirió ajustes serios, si es que aún era posible usarlos. Sin embargo, esto no significaba que el marxismo se estuviera volviendo menos importante como teoría para la transformación práctica de la sociedad.

Solo aquellos teóricos y practicantes que obstinadamente se aferraron a los viejos dogmas y se mostraron reacios a analizar críticamente las circunstancias históricas cambiantes, no lograron ir más allá. Ellos repetían viejas conclusiones marxistas, en lugar de someter la realidad cambiante al análisis marxista, en el momento en que esto era exactamente lo que requerían los crecientes cambios sociales.

¿Hacia un nuevo estado de bienestar?

Dondequiera que los partidos de izquierda se apegaban a sus dogmas habituales o, por el contrario, seguían el camino de la ideología liberal, el modernismo y la corrección política, entraron en declive gradualmente, y a veces con bastante rapidez, y fueron reemplazados por nuevos movimientos populistas que redefinieron el concepto de solidaridad.

Paradójicamente, a medida que el mundo del trabajo contratado se ha vuelto más heterogéneo, los objetivos y los lemas para formar la base de nuevas coaliciones, y los métodos para construir solidaridad de construcción, se han ha vuelto más amplios y más generales. Antes, los intereses comunes de los trabajadores que participaban en tipos de trabajo similares, en empresas similares, sirvieron como base de su concepción de la comunidad de clase, que gradualmente dio lugar a la necesidad de un sindicato común o una organización política.

Según la nueva perspectiva que está surgiendo, las coaliciones ahora se están formando en torno a problemas sociales y económicos ampliamente compartidos.

Este es el punto de partida para que varias fuerzas sociales se unan y profundicen su solidaridad y comprensión mutua en el proceso de cooperación práctica. Por lo tanto, tienen un interés común en preservar, mantener o recuperar los derechos sociales fundamentales, y la base del Estado de bienestar, que se perdieron o socavaron en las últimas décadas del siglo XX y principios del siglo XXI: atención médica gratuita, educación gratuita, vivienda asequible, transporte público e instituciones que promueven la movilidad social ascendente, por nombrar algunas demandas.

En otras palabras, mientras que la solidaridad solía tomar forma desde abajo hacia arriba, ahora es al revés, de arriba hacia abajo, es decir, basada en la unidad de una base amplia y coaliciones de movimientos sociales de unidad y asistencia mutua a nivel local.

Otro asunto, es que la que la lucha por las garantías sociales básicas no sea en sí misma el objetivo último, ni el único significado de la nueva política de la izquierda, que sigue siendo la transformación social estructural.

En su libro titulado «El capital en el siglo XXI«, el prominente economista francés Thomas Piketty argumenta que el estado del bienestar demuestra una cuestión clave de nuestro tiempo. Él escribió: «Hoy, en la segunda década del siglo XXI, las desigualdades de riqueza que supuestamente habían desaparecido están cerca de recuperar o incluso superar sus alturas históricas”.

La disminución de la desigualdad en el siglo XX no fue el resultado de la lógica natural del capitalismo, sino por el contrario, fue causada por una aberración de esta lógica bajo el impacto de guerras y revoluciones.

Sin embargo, después de dar un sombrío diagnóstico sobre la degradación socioeconómica del capitalismo, Piketty sugiere remedios muy modestos, y en lugar de proponer reformas estructurales, ofrece como una panacea, simplemente la modernización y el fortalecimiento de las instituciones occidentales sobrevivientes del estado del bienestar, a través de los impuestos progresivos al capital.

Está muy claro que la noción misma del estado de bienestar debe reevaluarse sobre la base de la experiencia histórica.

La activista social filipina Tina Ebro habla sobre la agenda social transformadora en este contexto. La socióloga rusa Anna Ochkina también enfatiza que el objetivo no es sólo mantener el nivel de vida de las personas trabajadoras, sino crear nuevos mecanismos sociales y económicos controlados por la propia sociedad. Ella escribe sobre la necesidad de hacer la transición de la democracia pasiva «de los receptores de bienestar» a la «democracia activa» del desarrollo conscientemente organizado en interés de la mayoría.

Populismo y política

Políticamente, estos movimientos generalmente ya no son socialdemócratas o comunistas, sino más bien asociaciones amplias que a menudo son vistas como «populistas».

Sin embargo, no consisten en elementos aleatorios que se unen en torno a un líder popular. Más bien, estas fuerzas sociales se unen alrededor del objetivo práctico compartido de transformar sus países y el resto del mundo.

Desde el punto de vista del marxismo ortodoxo, esta fórmula parece completamente herética. Pero prácticamente todo los marxistas que lideraron revoluciones exitosas demostraron ser herejes, desde Lenin con su idea del bloque obrero-campesino, a Mao Zedong, Fidel Castro y Ernesto Che Guevara, quien apostó por la lucha armada rural. En realidad, Marx, quien describió al proletariado como la fuerza histórica con la apuesta más consistente de reemplazo del capitalismo, nunca dijo que la transformación social y revolucionaria fuera un privilegio exclusivo de los trabajadores industriales y su partido.

Además, la teoría marxista del siglo XX representada por Antonio Gramsci, elevó el  tema de la formación de bloques sociales amplios y la lucha por la hegemonía ideológica y política, a escala de toda la sociedad. El problema fue que durante décadas, tales ideas fueron ignoradas por la burocracia de los partidos tradicionales o, por el contrario, se utilizaron para justificar una inescrupulosa confabulación con algunos u otros grupos dentro de las élites gobernantes.

La cuestión de cuán radical, efectivo, exitoso y consistente es el bloque político que forma la base del nuevo populismo, está abierta por el momento, porque ni la escala del movimiento, ni su compromiso con la democracia puede reemplazar una estrategia política seria, que requiere organización, publicidad y, por último -pero no menos importante- esfuerzos intelectuales. Y, lógicamente, la tradición marxista vuelve a ser una gran demanda y eventualmente se volverá insustituible.

Mientras que en Europa, la creciente ola del ala izquierda  – y en algunos países de la derecha– del populismo es, en cierta medida, una novedad política, en América Latina y antiguas colonias asiáticas, tales movimientos tienen una larga historia. Las coaliciones populistas tomaron forma durante la lucha anticolonial y los levantamientos por la liberación nacional. Hoy su objetivo principal es luchar contra la corrupción política y el monopolio del poder que las élites tradicionales han mantenido durante décadas, independientemente de su afiliación política.

El partido Aam Aadmi (“Hombre común”) en India es un ejemplo instructivo. En febrero de 2015, se anotó una gran victoria en las elecciones en Nueva Delhi. Además de ganar más de la mitad de todos los votos, recibió el 95 % de los escaños en la legislatura (una hazaña que incluso los partidos indios más exitosos no lograron). Defendiendo los intereses de los indios más pobres, así como a las minorías étnicas y religiosas, este partido pasó del estatus de extraño, a ser una de las principales fuerzas en la política nacional.

[N. de la E.: El partido Aam Aadmi fue fundado en 2012, tras las protestas masivas anticorrupción de 2011. En 2013 fue la segunda fuerza electoral en Nueva Delhi y formó gobierno con el Congreso Nacional Indio. En las elecciones legislativas de Nueva Delhi en 2015 obtuvo el 53,4 % de los votos. En 2017 se presentó por primera vez a las elecciones legislativas del Punjab donde obtuvo el 23,70 % de los votos. En las elecciones legislativas de Nueva Delhi en 2020, obtuvo el 53,57% y revalidó su triunfo electoral por tercera vez. En 2021 se presentó por primera vez a las elecciones en Chandigarh -la capital conjunta de los dos estados vecinos de Punjab y Haryana, 260 km al norte de Nueva Delhi, con alrededor de 1,5 millones de habitantes y uno de los ingresos per cápita más altos del país- obteniendo 14 escaños de los 35 en disputa].

El politólogo indio, Praful Bidwai, escribió sobre este partido: «Es el tipo de fuerza que la India tuvo una vez, pero recientemente había perdido: irreverente hacia la autoridad; militante contra las jerarquías y opuesta a los privilegios basados en el nacimiento; apasionadamente igualitaria; y lista para hacer realidad la afirmación de que (la India) ‘es la mayor democracia del mundo’, a través de una mayor responsabilidad pública de los gobernantes».

Los países del BRICS

El cambio en la geografía social global y la industrialización de Asia y América Latina, así como la incorporación de los antiguos países del bloque soviético al mercado mundial, cambiaron la alineación entre el centro y la periferia del sistema capitalista.

En las décadas de 1990 y 2000, las corporaciones multinacionales constantemente trasladaron la producción industrial de Occidente a América Latina y luego a Asia oriental, y China. Hicieron esto no sólo para acceder a mano de obra barata y evitar altos impuestos y restricciones ambientales. Fue una política consciente y exitosa, dirigida a debilitar a los movimientos de los trabajadores organizados en casa.

Sin embargo, en última instancia, estos esfuerzos llevaron al rápido crecimiento de la capacidad industrial del líder de los países de la periferia, que lógicamente hizo más ambiciosos a los nuevos poderes industriales y sus élites, creyendo que podrían y deberían cambiar el orden mundial.

Así, habiendo neutralizado la amenaza interna de su propio movimiento laboral, el capitalismo occidental se enfrentó cara a cara con una amenaza exterior.

Esta amenaza surgió con la formación del bloque económico BRICS: una asociación de Brasil, Rusia, India y China a la que pronto se unió a Sudáfrica. Tal unión era difícil de imaginar incluso a fines de la década de 1990, ya que las realidades económicas, políticas, sociales y culturales de los participantes eran vastamente diferente. Paradójicamente, esta unión inicialmente vino de las mentes de los expertos occidentales que habían detectado las características comunes de las cuatro principales economías periféricas, específicamente las altas tasas de crecimiento industrial que experimentaron a principios de la década del 2000.

El BRICS se materializó un poco más tarde como una alianza internacional más o menos formal.  Rusia destaca entre otros países BRICS por sus características socioeconómicas, culturales e históricas. Brasil, India y China pasaron por revoluciones industriales a principios siglo XXI,  mientras que Rusia se estaba recuperando de una crisis profunda que estaba acompañada de una desindustrialización masiva, que tenía consecuencias desastrosas. Su economía había disminuido sustancialmente desde la década de 1980, a pesar de que el país conservaba una significativa  capacidad científica y de producción.

Sin embargo, es la presencia de Rusia la que hace de los BRICS una fuerza geopolítica totalmente de pleno derecho con el potencial para alterar la configuración de la economía global.  

Como el único país europeo del BRICS y el único gran poder industrial viejo en este bloque -que a la vez sigue siendo parte del capitalismo moderno periférico- Rusia actúa como una especie de puente entre mundos, un vehículo histórico, intelectual, de tradiciones militares e industriales, sin las cuales los países recién industrializados no podrían proteger completamente sus intereses en caso de un choque con Occidente.

Esto explica en gran medida por qué las actitudes antirrusas  de las oligarquías occidentales gobernantes, aumentaron fuertemente después de que los BRICS se convirtieron en una eficiente asociación internacional. En realidad, la línea antirrusa de las élites occidentales comenzó a tomar forma varios años antes de la confrontación de Moscú con Estados Unidos y la Unión Europea en la crisis ucraniana.

[N. de la E.: se refiere a la época del Euromaidán de 2014, y la incorporación de Crimea a la Federación de Rusia].

El problema para las clases gobernantes occidentales no fue causado por la política exterior de Rusia, que permaneció muy conservadora y moderada durante la década de 2000, y mucho menos por su política económica, que abrazó completamente los principios generales del neoliberalismo. Ellos estaban preocupados por el papel potencial de Rusia en la reconfiguración del orden internacional. Paradójicamente, los ideólogos y analistas neoliberales en Occidente se dieron cuenta de que Rusia podría desempeñar este rol, antes de que esta idea entrara en las élites rusas, que claramente estaban tratando de eludir esta misión histórica, el conflicto social y la confrontación global.

El curso natural de los eventos está convirtiendo a los BRICS en un eje para otros Estados que también quieren superar su dependencia de Occidente y la lógica del desarrollo periférico. Sin embargo, para formar una alianza que pueda cambiar el sistema internacional, todos estos países deben sufrir una crisis doméstica y una transformación radical. El crecimiento económico y la consolidación de la clase media que experimentaron estos países en el contexto de la crisis económica en la década del 2000, no fueron evidencia de la estabilización del sistema capitalista. Por el contrario, señalaron sus crecientes contradicciones, porque también surgieron grandes demandas nuevas que no se pudieron cumplir con el orden existente. «Los problemas de las clases medias en los países BRICS son muy específicos, – dice el economista Vasily Koltashov-  uno de ellos es una demanda con respecto al nivel de libertad pública; otro tiene que ver con la mentalidad de sus representantes, que es en gran medida un producto de su entorno”.

El rápido crecimiento de las economías BRICS fue en gran medida el resultado de la globalización neoliberal, que creó una mayor demanda de sus productos y recursos a nivel mundial. Pero esta demanda no se mantiene continua dentro del sistema establecido cuyas contradicciones desencadenaron una crisis de sobreproducción, que agotó el modelo de consumo existente. Y también dio lugar a nuevas  contradicciones, nuevas oportunidades y nuevas demandas a nivel global y nacional. Los países que ayer sólo eran la periferia, pueden ocupar un lugar completamente diferente en el mundo. Si no logran esto, ellos y el mundo circundante deben cambiar. Obviamente, no hay razón para esperar que este proceso será suave o libre de conflictos.

La configuración del sistema global moderno no permite, que un solo país o una parte victoriosa del mismo, puedan cambiarlo radicalmente.

Las dificultades que el gobierno griego de izquierda (Syrza) enfrentó sólo un mes después de su elección muestran gráficamente las contradicciones de los procesos políticos modernos, que seguramente serán nacionales y globales al mismo tiempo. La población de la soberana Grecia, le dio a su gobierno legítimamente elegido, un mandato para un cambio radical de política económica y para el final de las medidas de austeridad económica impuestas al país por los burócratas en Bruselas, alineados  con los requisitos de la teoría neoliberal. Sin embargo, representantes de las instituciones financieras y políticas de la UE que no habían sido elegidas por nadie y que no tenían autoridad democrática, lograron empujar a Atenas  a firmar un acuerdo contra la voluntad de la abrumadora mayoría de los griegos y del programa de Syriza. Las concesiones del gobierno griego provocaron fuertes críticas entre los votantes y los activistas internacionales se fueron.

Algo antes, el economista estadounidense y Premio Nobel  Paul Krugman –que no es de ninguna manera un ardiente revolucionario– escribió que el principal problema es que los izquierdistas griegos que llegaron al poder “no son lo suficientemente radicales». No hace falta decir que Syriza puede ser criticado por falta de resolución y, lo que es más importante, por falta de una estrategia clara. Pero es importante tener en cuenta el equilibrio global de poder.

[N. de la E.: en Syriza, había puestas más esperanzas que en Podemos, por la combatividad y determinación que mostraba el pueblo griego, y hasta las élites europeas creían que los griegos no iban a retroceder, que la resistencia griega sería una nueva batalla de las Termópilas contra la Troika. A día de hoy todavía no se sabe a ciencia cierta por qué el gobierno de Tsipras eligió ir en contra del mandato que le había dado el pueblo griego, a pesar del maltrato que recibieron de la UE].

Necesidad de cambio

La globalización y sus consecuencias están haciendo que las opiniones de Marx sobre la revolución mundial como transformación social global sean cada vez más relevante. No está sucediendo en todas partes a la vez, pero tampoco es un hecho restringido a un país o incluso región. Está envolviendo gradualmente todo el planeta, dibujando varias fuerzas sociales y territorios en su vorágine. ¿Los cambios inminentes pondrán fin al capitalismo o simplemente crearán una oportunidad para ir más allá del modelo neoliberal actual y reemplazarlo con un nuevo estado de bienestar? Esta pregunta ya es más práctica que teórica. La respuesta dependerá de los participantes en los eventos, de la configuración y alineación de fuerzas, y la inercia de los cambios.

La destrucción gradual del modelo neoliberal de desarrollo global nos obliga a repensar la experiencia soviética, tanto en su vertiente positiva como negativa. A principios de la década de 1950, los expertos occidentales vieron los logros de la economía planificada soviética como una historia de éxito, aunque consideraban inaceptables los enormes sacrificios realizados por la población, mientras que en la década de 1990, el sistema parecía un proyecto condenado desde el principio.

«En la Rusia de hoy, el estado de bienestar soviético, al que los ciudadanos soviéticos no le dieron suficiente valor y fue destruido por las reformas del gobierno, está renaciendo como un fenómeno de conciencia social, un elemento en el sistema de valores y motivaciones de los ciudadanos rusos”, escribe Anna Ochkina. 

“Esto no es un deseo consciente de recuperar el sistema soviético, o el objetivo de programas políticos o sociales más o menos racionales de este o aquel movimiento. Por el momento, esto es un esfuerzo semiconsciente de saber de qué tipo es el gobierno que ahora está convirtiendo en servicios con diversos grados de accesibilidad, a las prestaciones  que existían antes como derechos sociales. Es una percepción sobre la educación, la atención médica, la cultura y las garantías sociales, como derechos sociales que forman el legado del pasado soviético. Hoy este legado se está convirtiendo en una especie de imagen ideal”.

Es importante destacar que este no es un esfuerzo abstracto por la justicia, del que Friedrich Engels se burló en su tiempo. Más bien, este esfuerzo simplemente refleja la conciencia moral completamente nueva, de demandas sociales objetivas y retrasadas. Sin embargo, la insatisfacción con el status quo no garantiza cambios positivos e incluso puede convertirse en un factor destructivo, un mecanismo de autodestrucción social. Dado que la crisis es objetiva, continuará creciendo independientemente de los desarrollos o la existencia de cualquier alternativa constructiva. Se requiere una estrategia económica, social y política integral para convertir esta crisis en transformación social y para evitar que desencadene una cadena de desastres sin sentido. Es imposible idear tal estrategia sin una base teórica seria, que en sí no se puede concebir hoy sin los logros teóricos del marxismo.

Una nueva estrategia de desarrollo

Las principales características de esta nueva estrategia de desarrollo ya están apareciendo con la profundización de la crisis actual. Políticamente, es sobre todo necesario democratizar la toma de decisiones y establecer nuevas instituciones gubernamentales que estén abiertas a la mayoría de los ciudadanos de base, en lugar de a un círculo estrecho de representantes profesionales de la «sociedad civil» que han sido parte de la oligarquía política.

Económicamente, es esencial formar un sector público eficiente e integrarlo en un complejo uniforme (económico, social e institucional) tanto a nivel nacional como interestatal.

No importa cuántas historias emocionantes sobre la clase creativa, puedan contarnos los ideólogos de la era postindustrial, porque el verdadero triunfo de las tecnologías postindustriales será imposible sin la transformación y el desarrollo rápido de la industria, los métodos de producción avanzados y las ciencias aplicadas. Lo mismo ocurre con la difusión del conocimiento, de la ingeniería, y la formación de un amplio estrato de trabajadores altamente cualificados y bien remunerados para la producción de materiales, para la ciencia y la educación. En la próxima era, Rusia y muchos otros «antiguos países industrializados» tendrán que desarrollar una nueva industria basada en mano de obra costosa y altamente productiva, que, a su vez, es imposible sin la formación de redes integradas de energía y transporte de alta tecnología en el sector público.

También es necesario establecer instituciones de planificación y regulación estratégica, para el desarrollo consistente del mercado interno orientado a las necesidades de la población del país. Esto hará posible reorganizar el mercado mundial a través de la interacción de economías nacionales bien organizadas y reguladas democráticamente.

Finalmente, una de las principales tareas persistentes de nuestro tiempo es convertir el desarrollo social en una herramienta de expansión económica y crear demanda a través de la política social. La política económica de los gobiernos debe priorizar la ciencia, la educación, la atención médica, la humanización del entorno de vida y la resolución de problemas ambientales en interés de la sociedad.

Todas estas tareas, sin importar cuán pragmáticas puedan parecer, nunca se lograrán sin cambios sociopolíticos radicales, ya que esa es la única forma de crear instituciones relevantes y relaciones sociales que fomenten en lugar de inhibir dicho desarrollo. El objetivo no es reemplazar las élites existentes por otras élites. El objetivo es reconstruir completamente el mecanismo de reproducción social y formar nuevos estratos sociales que no sólo estarían inherentemente interesados ​​en el desarrollo democrático, sino que también serían capaces de llevarlo a cabo.

Naturalmente, muchos representantes del marxismo tradicional, que esperan la aparición inmediata del socialismo por medio de una revolución proletaria, considerarán esta perspectiva demasiado «moderada» y “reformista”, pero ofrece la única forma de movilizar energía pública para una profunda transformación socioeconómica y facilitar la formación de una alianza amplia que esté lista y dispuesta a llevarla a cabo.

La naturaleza revolucionaria del marxismo no tiene nada que ver con repetir llamativas consignas contra la burguesía. Se encuentra en la capacidad de sus partidarios más exigentes de hacer un análisis imparcial de la realidad, y en sus conclusiones llegar a la raíz de las relaciones sociales. En lugar de quejarse de la injusticia social, se trata de analizar las estructuras de poder y dominio que inevitablemente reproducen la injusticia.

La crisis global que comenzó en 2008 señaló el final de la era de la globalización neoliberal pero no el final de los procesos que engendró. En este sentido, el período presente puede describirse como la era de la «post-globalización». Es imposible superar las consecuencias del neoliberalismo sin aceptar que los cambios actuales son irreversibles pero de ninguna manera definitivos.  No importa, lo importantes y atractivos que sean los logros e ideologías de los siglos XIX y XX. No hay forma de darles la espalda, pero podemos avanzar con la ayuda de esta experiencia, estudiar sus lecciones y usar el legado teórico que nos dejaron los grandes pensadores de la Ilustración y los ideólogos de los movimientos de liberación. Y guste o no, Karl Marx sigue siendo el más grande de ellos.

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