GLOBALIZACIÓN: La crisis de los microchips como síntoma de un sistema económico insostenible

La falta de semiconductores va para largo y pone en cuestión el modelo económico actual


La pandemia podría haber originado el agotamiento del modelo económico predominante estas últimas décadas, cada vez más criticado.

MARC BELZUNCES / VILAWEB

Buena parte de los productos que utilizamos diariamente incorporan semiconductores.

Hace pocos días, Seat (antigua empresa automotriz española, propiedad de Volkswagen desde 1986) anunció más ERTE (N. de la E.: el Expendiente de Regulación Temporal de Empleo -ERTE- es una figura legal que permite a la empresa despedir temporalmente a los trabajadores, que pasan a cobrar del Estado el seguro de desempleo -el 70% del salario los 6 primeros meses-) para reducir la producción de vehículos. El motivo es la conocida falta de semiconductores, también llamados microchips o chips. No es la única marca de coches afectada. Toyota ha tenido que reducir la producción en un 40% por el mismo motivo. Nissan ya ha anunciado que hará medio millón de vehículos menos durante 2021, y marcas estadounidenses también han tenido que parar plantas de producción.

El automovilístico sólo es uno de los sectores industriales afectados. En la electrónica de consumo, Apple y el resto de grandes marcas también tienen dificultades de abastecimiento. Sin embargo, esto sólo es la punta del iceberg de un problema mundial, que afecta el comercio internacional, la geopolítica, el sistema energético, la logística y el modelo económico y de producción imperante estas últimas décadas.

La pandemia parece haber sido el detonante, pero las raíces vienen de antes. A continuación tratamos de explicaros las claves para entender una cuestión compleja, que puede agravarse aún más en los próximos meses.

La crisis de semiconductores, el síntoma de un problema mundial

Hace meses que hay obstáculos en la producción de chips, y, en lugar de resolverse, parece que se agravan. Las últimas previsiones estiman que la producción de semiconductores no se normalizará hasta bien entrado 2023. Hay varios motivos que nos han llevado en esta situación. El primero es que los chips están cada vez más presentes en los productos de consumo masivo. Se estima que se usan más de 100.000 millones diariamente. Es decir, cada persona usa en promedio más de 12 en las actividades cotidianas. El coche, la nevera, el móvil o incluso las bolsas de basura -que pueden incorporar chips de identificación.

La dependencia que tenemos es absoluta, dado el nivel de desarrollo tecnológico que hemos alcanzado. Cada vez se incorporan a más líneas de productos que antes no llevaban para mejorar sus funcionalidades. Al aumento progresivo de demanda de microchips, se ha añadido la pandemia.

Debiendo teletrabajar y estudiar a través de internet, o para poder tener tiempo libre durante el confinamiento, muchas familias adquirieron dispositivos electrónicos nuevos. Esto hizo que muchos productores de chips se centraran en este sector industrial y dejaran de lado otros, tales como el automovilístico, teniendo en cuenta que las ventas habían bajado drásticamente durante la ola más grave del Covid. Ahora, con la recuperación de la producción de vehículos, los fabricantes no pueden atender ambos sectores a la vez. Se añade un efecto «papel higiénico» (como aquel acopio innecesario que hizo la población durante el primer confinamiento): muchas empresas, cuando han visto la falta de producción, han hecho más pedidos de los que eran necesarios para tener una reserva de chips. Lo que hace, tal como ocurrió con los rollos de papel higiénico, que la situación empeore.

El modelo económico, de comercio y de producción, en cuestión

Las raíces de esta falta de capacidad de producción ante una subida repentina de demanda hay que encontrarlas tiempo atrás.

Hace años que los expertos advertían que la industria de microchips no hacía las inversiones necesarias para mantener y ampliar la capacidad productiva. Los motivos habría que buscarlos en la competencia extrema en el sector basada en precios como más bajos posible.

Las grandes compañías como Apple, Samsung y Xiaomi hacen pedidos por millones de chips, pero a cambio piden unos precios ajustados al máximo. Esto fuerza a los fabricantes de semiconductores a reducir los márgenes al mínimo para poder ganar los contratos de abastecimiento. Cualquier error en el cálculo, o imprevisto en la cadena de suministro o producción, puede llevar a pérdidas millonarias. Lo que ha pasado más de una vez y ha causado la quiebra de varias plantas de fabricación de chips. Todo ello ha hecho que los productores, a pesar de saber que tenían que renovar maquinaria y hacer crecer la capacidad de producción para atender nuevos segmentos, no hayan tenido margen de maniobra y se hayan limitado a los clientes habituales mientras intentaban estirar el máximo la vida útil de las plantas para no perder dinero y ganar contratos nuevos.

Otro de los motivos es el modelo de producción. Los economistas explican que el bienestar que hemos logrado es gracias a la especialización del trabajo, que se puede aplicar a las profesiones, pero que va más allá. Se aplica de la misma manera a las empresas. Por eso tenemos empresas especializadas en áreas muy concretas que han permitido grandes mejoras en los productos existentes, y también que apareciesen nuevos. Pero aún más: hay países que se han especializado en la producción de ciertos productos que son necesarios en todo el mundo. Aquí volvemos al asunto de los semiconductores. Hoy en día, Asia domina la producción de chips, básicamente Taiwán y Corea, pero también Japón y China. Además, el 90% de la electrónica mundial se fabrica en China.

Esto ha hecho que todo el mundo, y especialmente Occidente, dependa de estos países. Sólo ha hecho falta un hecho excepcional como el Covid para que ésto fuera una evidencia para toda la población. Ha afectado más productos no tecnológicos como la ropa y las máscaras mismas, también fabricados en masa en Asia. Todo ello muestra más obstáculos derivados del modelo tecnológico y de producción de las empresas occidentales.

Uno es el sistema de producción conocido como just in time (al momento). Durante los años ochenta y noventa, el sector automovilístico, para disminuir costes de producción, cerró los almacenes en los que tenía stock para cubrir fallas temporales de suministro. Las mejoras y bajada del precio de las comunicaciones internacionales en barco, e incluso avión, así como la revolución en las telecomunicaciones, permitieron hacer planificaciones detalladas e instantáneas de una punta a otra del planeta. Lo que hizo que los elementos llegaran del extranjero y pasaran a la línea de producción directamente, «justo a tiempo», sin necesidad de almacenes. Pero, para lograrlo, es necesario que todo funcione con precisión absoluta, sin incidencias significativas.

El precio de transportar contenedores entre Europa y Asia se ha multiplicado por diez

La gran dificultad actual, que sobrepasa la producción de semiconductores y afecta a muchos productos, es que estas líneas logísticas con oriente fallan. Los grandes puertos chinos tuvieron que cerrar durante la pandemia, y cuando han retomado la actividad, se han tenido que enfrentar a cuellos de botella y falta de mano de obra. Y el sector también ha tenido incidentes puntuales, como un incendio en una planta japonesa, responsable de casi un tercio de la producción de chips para vehículos. O las tormentas en Texas, que afectaron a las pocas plantas en territorio estadounidense. Incluso el naufragio en el canal de Suez, que lo bloqueó completamente durante días.

Todo ello ha tenido un efecto muy importante en la arteria principal de la globalización: el tráfico de contenedores. Optimizado al máximo, se basa en enviar contenedores llenos de productos de Asia hacia Occidente y devolverlos llenos de productos occidentales. Con la situación actual, se envían contenedores de Asia hacia Europa, pero se acumulan vacíos en los puertos de nuestro continente porque no hay productos para enviar de vuelta.

Esto ha hecho que los precios se hayan disparado. Antes de la pandemia, mover internacionalmente un contenedor costaba entre 1.000 y 2.000 euros, y ahora supera los 15.000, e incluso llega a 20.000. Faltan contenedores o se han de devolver vacíos. En un modelo económico con una competencia extrema basada en el precio más bajo, muchas compañías han optado por no mover productos en contenedores, antes que tener que subir los precios. Esto causa el desabastecimiento actual de productos de todo tipo fabricados en Oriente, o que fábricas occidentales deban parar la producción porque no les llegan las materias primas que obtienen de fuera. Todo ello ha originado las primeras reacciones de Occidente.

Cuando comenzó la pandemia, no teníamos máscaras de protección porque se fabricaban en China, y ahora muchas empresas, entre ellas algunas de nuestro país, han sabido reinventarse para fabricarlas aquí. Más sectores empiezan a reaccionar para evitar esta dependencia extrema. EEUU hacen proyectos de nuevas plantas de semiconductores. También la UE, que quiere tener un 20% de producción en 2030. En sectores como el vehículo eléctrico, al principio las marcas europeas confiaban en la producción de baterías en países como Japón, Corea del Sur y China misma, pero ahora los grandes grupos automovilísticos piensan de fabricarlas en Europa. Incluso en África, donde hay una revolución de energías renovables, gobiernos como el nigeriano ahora importan placas solares baratas de China, pero a medio plazo quieren fabricarlas en el país para no depender de un elemento tan básico para el desarrollo. Sin embargo, estas políticas no tendrán resultados a corto plazo.

A todo esto hay que añadir el aumento progresivo de la inestabilidad geopolítica causada por este principio de guerra fría comercial entre EEUU y China. Habrá que ver si toda esta reacción occidental para reindustrializarse no es pasajera y es una política realmente a largo palzo, o es una reacción a la situación originada por la pandemia, y se termina imponiendo el modelo imperante hasta ahora. También habrá que ver cómo reacciona China y el papel de más potencias regionales, tales como Rusia, Turquía o la India.

¿Es sostenible este modelo económico?

La pandemia de Covid no sólo nos obliga a repensar el modelo de producción industrial y logístico, la especialización de los países o la situación geopolítica; el mundo también ha evolucionado social y políticamente en una dirección que ha causado problemas que empiezan a ser graves. Cada vez hay más intelectuales y expertos que denuncian la situación de los trabajadores occidentales. Hay una serie de fenómenos que han confluido en esta situación, tales como la financiarización de la economía, que ha abandonado su base industrial para basarse en herramientas financieras para enriquecerse, desligadas del trabajo y sólo disponibles para las élites. Los Estados, dicen estos intelectuales, crecen gracias a la deuda, no a la productividad. Deuda que origina, por otra parte, un aumento de la presión fiscal sobre los ciudadanos. (N.de la E.: pueden leer la financierización de la economía explicada por el profesor MICHAEL HUDSON, aquí )

El economista Miquel Puig (Tarragona, 1954) es uno de intelectuales que se ha añadido recientemente a las críticas del modelo económico que ha imperado en el mundo estas últimas décadas con su último libro, Los salarios de la ira. Explica, entre otras cuestiones, que la promesa de mejora en eficiencia económica se podría cumplir de tres maneras: con la mejora tecnológica, con la libertad del comercio internacional -permitiendo más especialización de empresas y países-, o haciendo eso mismo pero pagando menos los trabajadores. Los resultados muestran que se ha optado por la tercera opción en todo el mundo como herramienta fundamental.

Actualmente, los trabajadores del Estado español tienen un sueldo más bajo que en 1978 en términos de poder adquisitivo, a pesar de las mejoras en productividad. Casi se puede decir lo mismo de los trabajadores franceses o de los de EEUU, donde los sueldos son tan sólo un poco más altos que en aquel año.

El detalle de este proceso nos remite a la crisis actual. Las herramientas para bajar los sueldos, según el autor, se basan en tres mecanismos. Primero, con la deslocalización de la producción a países con sueldos más bajos en todos los sectores posibles: producción de ropa en Bangladesh, atención telefónica en Latinoamérica, fabricación electrónica en China, etc. El segundo mecanismo, en aquellos sectores que no se pueden deslocalizar, es importar en masa mano de obra barata: servicios de limpieza, cuidado de personas, agricultura, etc. La última vía para bajar los salarios, ha sido hacer precarias las condiciones laborales y renunciar a formar trabajadores: subcontrataciones, contratos temporales, falsos autónomos, exigencias de currículums imposibles o modelos basados ​​en plataformas informáticas como Uber o Glover.

Un ejemplo de reacción ha sido en el sector de los transportistas. Muchas empresas de Europa occidental contratan trabajadores del este con sueldos del país de origen mucho más bajos que los de los países donde hacen el trabajo. En estos días hay una lucha en el Reino Unido, con cierre de gasolineras y desabastecimiento de combustible, entre el gobierno, que ha intervenido para evitar esta práctica (N.de la E.: con el Brexit puede hacerlo) , y un sector empresarial que quiere seguir pagando sueldos bajos y no formar a nuevos trabajadores autóctonos. Mientras tanto, en el Estado español hace pocas semanas veíamos las protestas del sector de la leche proque las grandes cadenas de supermercados pagan un precio por debajo del de producción.

La pandemia ha sido el detonante de una serie de problemas de fondo asociados al modelo económico imperante actual. ¿Podríamos estar ante el fin de la globalización de la economía? Volveremos a un modelo más «glocal», con visión mundial, pero basado en esferas económicas, industriales y políticas de un ámbito más regional? O, ¿el malestar de sectores sociales empobrecidos crecerá mientras unas élites continuarán enriqueciéndose y aislándose del resto de la sociedad? En los próximos años podríamos ver un cambio de modelo, tanto social como económico, o el agotamiento y colapso del sistema actual. Tal como concluye el economista Miquel Puig: el empobrecimiento de muchos amenaza la democracia de todos.

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